En fecha reciente nos dejó
Gilberto Pinto. Deliberadamente no fui al sepelio; prefiero imaginarlo siempre atento, como la última vez
que lo vi, glotoneando jamón español, tronándome sus críticas y reflexionando
sobre las obras que pudo haber escrito mejor. Hace poco, Todos Adentro publicó
una reseña sobre su obra. Dado que el intento biográfico se quedó corto para
dar una idea de la extensa labor
artística de Gilberto y en su memoria, quiero citar de su libro El texto
teatral una pertinente reflexión: “El
teatro es un arte de actualidad. Está inscrito en el tiempo. Y si no expresa
ese su tiempo, carecerá de realidad vital. Se precisa, además, un arte
escénico emparentado con el país que lo produce, con su historia y realidad social.
El valor del teatro reside en su contribución a que se hagan eficaces las
fuerzas sociales que puedan provocar transformaciones (...) el arte dramático nació de la
necesidad que sintió la comunidad de expresarse y dialogar consigo misma. De
ahí que el teatro deba sobrepasar su condición estética: su razón de ser
consistirá, primordialmente, en expresar lo que hay de particular y
trascendente (...) Un teatro que no hable a su comunidad, que no dialogue con
ella en el momento histórico que vive, corre el peligro de caer en el
esteticismo, en el formalismo, en una especie de ornamento simulador destinado
solo al entretenimiento.”
También, en el señalado
texto, advertía a quienes les angustiaba la posibilidad de no trascender: “Les
aconsejo no buscar cupo en ese tren: no existe ninguna garantía de que se
escribe para el futuro.” No compartí con el maestro tanto como para conocer
las angustias que seguramente tuvo,
siendo tan temperamental y apasionado. De lo que si estoy seguro, es de su
obsesión por escapar, a través de su obra, a la intrascendencia y banalidad con
que muchos asumen la vida, que es la única manera de ganarle a la muerte. Por
fortuna para él, como también para los
que aún estamos y estarán, lo logró con creces.
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