En una conversación con José Ignacio
Cabrujas, sobre su obra El testamento del Perro -versión del Auto de
la Compadecida, del brasileño Arianno Suasuna- aterrizó en la importancia
del sainete y, más concretamente, en la trayectoria de Rafael Guinand, amo
actoral de los escenarios nacionales en la primera mitad del siglo XX. “Lograba
una conexión única con el público. Me lo imagino mejor fuera del escenario,
carcajeándose y jodiendo el día a día con sus vecinos. A lo mejor ese es el secreto...” Más o menos eso, me decía Cabrujas,
cavilando, mientras
milagrosamente se mesaba el pelo sin quemárselo, con la misma mano que sostenía el cigarrillo.
milagrosamente se mesaba el pelo sin quemárselo, con la misma mano que sostenía el cigarrillo.
Escribió el dramaturgo, en una breve
pero significativa nota sobre el comediante, “¿Cómo es Guinand?, le pregunté un
día a mi padre. Su respuesta no fue un rostro o una estatura. 'Cuando Guinand
hacía teatro y entraba al escenario tu comenzabas a reírte, y al mismo tiempo
te preguntabas por esa risa. ¿De quién me estoy riendo? Y había una sola respuesta:
me estoy riendo de mí...' Tal vez por eso hice teatro.”
Cosa bella mortal passa e non dura, dijo el poeta Petrarca, es decir por más belleza que exprese un arte, si no permanece de
manera tangible, siempre muere. Esa es la desventura de la actuación teatral, condenada, por más
brillante que sea el intérprete, a deslumbrar de manera efímera. Quizás esto, motivó a Rafael Guinand a escribir algunos
sainetes. El rompimiento y Yo también soy candidato, obras de su
autoría, siguen siendo escenificadas, año tras año, en todo el territorio
nacional.
Pero, contrario a la sentencia de
Petrarca, no tengo la menor duda de que el celebrado talento de Guinand en las
tablas perduró. Basta recordar el desparpajo verbal de nuestros más connotados
comediantes televisivos y allí lo encontraremos. O los dramas del mismo
Cabrujas, en los cuales los personajes padeciendo sus pequeñas tragedias, logran
con facilidad arrancarnos la risa.
El pasado es prólogo, dijo
Shakespeare.
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