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sábado, 5 de septiembre de 2020

Un plagio, una omisión y 70 libros necesarios

                                 (A propósito del cincuentenario de Monte Ávila Editores)

¿Qué le confiere más trascendencia al teatro escrito: el texto como “libreto” representable en un escenario o la obra dramática como literatura, con la escena como recreación prescindible y subordinada al verbo del escritor? Esta añeja dicotomía pudiera parecer un mero asunto especulativo inútil y sin ningún resultado práctico, no obstante, los rumbos del teatro contemporáneo han vitalizado la polémica, puesto que las vigorosas tendencias perfománticas plantean radicalmente el abandono del texto preconcebido, librando la representación a la espontaneidad del actor o el arbitrio del director, este último convertido en déspota absoluto de la puesta en escena actual.

Cualquiera que sea la postura que asumamos en la anterior contradicción, la literatura dramática es la referencia y constancia principal del teatro como historia y retrato del pasado. Valga el ejemplo de la antigüedad grecorromana, de la que se conservan decenas de gigantescos edificios teatrales, algunos como el de Mileto, en la costa mediterránea de Turquía, una construcción relativamente bien conservada y con la asombrosa capacidad para albergar 25.000 espectadores, que da cuenta de la importancia que tuvieron las representaciones para esa sociedad, pero que nada dice sobre las historias que se escenificaron. Los persas (472 a. C) de Esquilo, la obra más antigua de las que se conservan, nos dice más del espíritu griego que los numerosos monumentos de piedra y cascotes que alguna vez fueron concurridos escenarios y hoy son atractivos turísticos.

Con más proximidad en el tiempo y la geografía nos resulta la tragedia Virginia (1824) de Domingo Navas Spínola, quien también fue editor y alcalde de Caracas, primera pieza teatral editada en Venezuela y que, aunque es una refundición de otro drama español, nos ayuda a entender las preocupaciones y el horizonte de un público y unos intelectuales en una República que apenas se constituía, a medio camino entre las maneras y gustos

monárquicos y la crucial necesidad de inventarse; en cambio, como prueba física y tangible de nuestra escena antigua apenas quedan las constancias documentales de las obras escenificadas y un plano de finales del siglo XVII. La conclusión es obvia. Por más que se empeñen los teatreros vanguardistas en sus especulaciones escénicas, no habrá tendencia ni práctica espectacular que desplace al teatro escrito como registro más aproximado y fidedigno del arte de la representación, ni tampoco como indicio estético para recrear el significado del teatro del pasado.

    Pese a la acendrada tradición popular por el arte del histrionismo que heredamos de la colonia continuada durante el primer siglo de la República, en nuestro país a partir del siglo XX la dramaturgia y/ o los ensayos sobre las artes escénicas siempre estuvieron y siguen estando en el último lugar de los intereses y preferencias editoriales, sea por su poco gancho comercial o por estimarse muy escaso el número de lectores, aspecto este último en el que debemos considerar la influencia perniciosa del sistema de educación formal: hasta hace pocos años el primer contacto que se tenía con el teatro en las cátedras de lengua y literatura de la educación media era la forzosa lectura de La cantante calva de Eugene Ionesco y Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín de Federico García Lorca, objetivo escolar ajeno a nuestros referentes culturales y literarios más obvios y equivocada vía para estimular en los adolescentes el gusto por el teatro. Unos buenos sainetes venezolanos hubiesen cumplido cabalmente el fin curricular que no era otro que un acercamiento a la literatura dramática como género.

    Revisando los anales de la imprenta en Venezuela, además de la temprana impresión de la Virginia ya mencionada, encontramos en el transcurso del siglo XIX otras publicaciones teatrales de singular importancia y que denotan a unos impresores conscientes de su legado a la posteridad. Como ejemplo de lo anterior podemos citar Ifijenia en Aulide de Jean Racine (1826), con traducción de Navas Spínola;



"No nos contentemos con aplaudirlo en el teatro leámoslo, estudiémoslo, llevémoslo siempre con nosotros como un preservativo contra los vendedores de amuletos, como un antídoto contra los charlatanes (…) Que las mujeres se conviertan en otras Elmiras, los jóvenes en otros Damis, los hombres prudentes y religiosos en otros Cleantos, y no dudemos entonces que los Orgones y Pernelas abran sus ojos" 1


Nos quedaron entonces, del siglo antepasado, loables ediciones con la intención de hacer de la lectura un yunque para, a golpe de textos, forjar una ciudadanía acorde con la república que se construía y soñaba a partir de un empeño eurocentrista que despreciaba a propios y no reconocidos valores, pero empeño al fin, en la búsqueda de una nación luego de siglos de dependencia. Esta intención fue complementada con el decreto del 27 de junio de 1870 de Antonio Guzmán Blanco, que estableció la obligatoriedad de la instrucción pública y gratuita, avanzada legal que tardaría más de un siglo en cumplirse cabalmente, pero que identifica claramente el posicionamiento oficial a favor de la lectura, incluida, claro está, la del género dramático. El corolario de estas primeras impresiones dramáticas va a ser la construcción del teatro Caracas (1854); el hoy llamado Municipal (1881) también en la capital; el Baralt en Maracaibo, el Bolívar en Ciudad Bolívar (1883) y, más tardíamente, el Cagigal (1895) en Barcelona.

    El recuento es necesario para comprender la importancia y evolución del teatro escrito y, más en lo concreto, el aporte de Monte Ávila Editores a propósito. Si bien, con referencia a la cifra de más 2 700 libros del inventario general durante cinco décadas, lo editado en teatro es relativamente exiguo con poco más de 70 títulos ( un aproximado de 2,7 %) según cifras que nos aportó la presidencia de la editorial, debemos señalar que, salvo alguna omisión durante décadas que ya fue subsanada, por su calidad y relevancia es una excelente muestra contentiva de referencias obligadas en la evolución teatral nacional del último siglo. Están presentes en el inventario, casi sin excepción,



los dramaturgos venezolanos contemporáneos de mayor resonancia, encabezados por José Ignacio Cabrujas, Isaac Chocrón, Román Chalbaud, Rodolfo Santana, Gilberto Pinto, José Gabriel Núñez, Alejandro Lasser, Elizabeth Schön, Elisa Lerner e Ida Gramcko. También hay nombres de una generación más actual, como Néstor Caballero, Gustavo Ott, Carlos Sánchez Delgado, Ligia Álvarez, Gennys Pérez o Indira Páez. De diez años al presente, es notable la intención de proyectar a nuevos o desconocidos dramaturgos como Jesús Benjamín Farías, Natalia Paolini, Adolfo Oliveira y Daniela Borges, entre otros.

    Habría que señalar críticamente, los pocos dramaturgos favorecidos por Monte Ávila que han desarrollado su labor fuera de la capital, entre los cuales mencionamos a Edilio Peña (Mérida) y Julio Jáuregui (Aragua). Entre las ausencias que notamos, ninguna es más injustificable que la de César Rengifo (1915-1980), representante de una tendencia literaria de hondo compromiso histórico y uno de los constructores del teatro contemporáneo en Venezuela, al cual fue en 2011, cuatro décadas después de creada la editorial, cuando le fue impresa la Tetralogía del petróleo, integrada por Las mariposas de la oscuridad (entre 1951 y 1956), El vendaval amarillo (1952), El raudal de los muertos cansados (1969 y Las torres y el viento (1969-1970). La omisión de Rengifo solo es explicable por la consecuente posición crítica que mantuvo durante la IV República, lo cual produjo con frecuencia su exclusión o el menosprecio por parte de la gerencia cultural gubernamental. Siendo distinguido dos veces con el Premio Nacional de Cultura, en las menciones de artes plásticas y teatro, así como reconocido por críticos, investigadores y directores de teatro como un dramaturgo perdurable e influyente en la escena nacional, no se explica de otro modo su ausencia durante tanto tiempo en la editorial más importante del Estado venezolano, siendo publicado por esta más de treinta años después de fallecido.

    Insoslayables son algunos de los títulos editados antológicos en la literatura dramática nacional. De gran importancia es Chuo Gil y otras obras (1992) de Arturo Úslar Pietri, autor teatral poco leído y montado pero de gran valor, del que podemos leer una explicación muy didáctica del arte de representar en los conceptos vertidos en los brevísimos ensayos en prosa que abren la publicación, como también su demostración en la selección dramática compuesta por cinco piezas. En un solo volumen encontramos El día que me quieras y Acto cultural de José Ignacio Cabrujas, salido a la luz en reedición de 1989, a juicio de quien esto escribe logros que forman parte de la cúspide de la literatura criolla —y no solo dramática— en sus dos siglos de existencia. Mención especial también merecen los volúmenes Teatro I y II dedicados a Rodolfo Santana —autor icónico de la escena venezolana y quizá el de mayor difusión continental— que contienen Barbarroja; La muerte de Alfredo Gris; La farra; El animador; Historias de cerro arriba; La empresa perdona un momento de locura; Gracias, José Gregorio Hernández y Virgen de Coromoto por los favores recibidos; Los criminales y Nuestro padre, Drácula. Esta última pieza en solitario, junto a otra que mencionaremos más adelante, es la primera producción dedicada al teatro de Monte Ávila,en 1969, un año después de su puesta en marcha. A los tres mencionados ejemplos que son hitos en nuestra historia escénica, pudiéramos agregar gran parte de la producción de Isaac Chocrón, divulgada en cinco tomos y también su pieza OK (1969), que abrieron el inventario dramatúrgico junto a la referida de Santana, acompañándola unas pocas semanas después de su lanzamiento. Lo mismo se puede aseverar de Román Chalbaud, compendiado en tres tomos de Teatro, más un cuarto titulado Obras selectas.

    También debemos incluir en este recuento la ensayística teatral, en la cual obviamos deliberadamente los nombres extranjeros, no por menosprecio de los textos o autores impresos, algunos de notable influencia mundial, sino por estimar que el principal aporte de Monte Ávila lo constituye la difusión de nuestra literatura. Un traspiés notorio en la lista fue el plagio evidenciado en Nuevas tendencias teatrales. La performance: historia y evolución de las vanguardias clásicas (1993), suscrito por Javier Vidal, el cual contenía párrafos completos del texto, Performance: Live Art, 1909 to the present de Rose Lee Goldberg, lanzado originalmente en inglés por la editorial londinense Thames and Hudson. Aunque el hecho pudo tener implicaciones legales, solo trajo como consecuencia la retirada de circulación del libro por parte de la editorial y, lógicamente, un ruidoso traspiés en la trayectoria intelectual y docente de Vidal que se ha ido olvidando con el pasar del tiempo.

El bochorno anterior contrasta con otros ensayos publicados verdaderamente importantes dentro y fuera de las academias, en un área mucho más específica en la que las ediciones son excepcionales: poco se edita la dramaturgia, pero muy rara vez los ensayos o investigaciones dedicadas a las artes escénicas, cualquiera sea su punto de vista o perspectiva. Es el caso de Un enfoque crítico del teatro venezolano de Rubén Monasterios,  con dos ediciones (1975 y 1995), primer compendio histórico que intenta abarcar toda la secuencia del teatro venezolano desde sus orígenes hasta los años 70. Aunque esta investigación, por obviar momentos cruciales, puede ser calificada de incipiente o limitada, constituyó en su momento el único texto que hacía un recuento del acontecer dramático nacional durante más de tres siglos. Del anterior autor también es Rómulo Gallegos, dramaturgo (1993), un trabajo menos ambicioso, pero importante en la valorización las contribuciones dramáticas de este escritor, aún hoy relativamente desconocidas.



    Otro ensayo y recopilación de bastante utilidad para la comprensión y estudio de la historia del teatro venezolano es Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII, un inventario de fuentes transcritas de los archivos históricos, precedida de un estudio inicial realizado por el crítico, catedrático e investigador Leonardo Azparren Giménez, expresidente de Monte Ávila Editores (1994), a quien hay que reconocerle el enorme aporte de una dedicación constante y rigurosa al estudio histórico del teatro criollo, evidente no solo en el texto anteriormente señalado sino también por otros debidos a editoriales privadas, así como por su labor docente en la academia universitaria. Con Monte Ávila también publicó Azparren los ensayos El teatro venezolano y otros teatros (1979) y La polis en el teatro de Esquilo (1993).

    En modo alguno las apreciaciones expuestas acá pretenden ser definitivas y absolutas. Aunque forman parte de criterios recurrentes que sostienen los especialistas teatrales y literarios, cabe siempre la disensión respecto a la trascendencia de los nombres y dramas citados. Hemos querido, citando una selección de algunas obras y autores puntuales en unos cuantos párrafos, cumplir la tarea casi imposible de dar una idea general de los aportes a la literatura dramática de la cincuentenaria Monte Ávila Editores Latinoamericana. Aunque superada en cifras por una imprenta más reciente como El Perro y la Rana, el transcurso de sus ediciones denota, por su amplitud y permanencia, con sus logros y altibajos, un trayecto imprescindible, sino el más importante, en la bibliografía teatral venezolana.

1 El Tartufo, comedia en cinco actos. Moliére. Caracas, imprenta de Valentín Espinal, 1832, p. IV


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