“Éramos
Vicente Nebreda, que bailaba Guaicaipuro todos los años, Román (Chalbaud) y yo. En el colegio América, cuando llegué a primer año, había un premio mensual de cuento con seudónimo. Cada mes había un jurado diferente. Yo ganaba el premio mes a mes y a los siete meses suspendieron el concurso. (...) Incluso escribí un cuento en femenino, lo firmé Rita y gané..."(1).
Así
se refirió Isaac Chocrón a sus inicios como escritor, en una
entrevista realizada hace pocos años por Stefania Mosca,
Diana Benshimol y Artemis Nader (2). Nacido en 1930 en Maracay,
en el seno de una familia judía, marcha al exterior y
termina su bachillerato en un liceo militar de New Jersey. Luego se
gradúa de economista en la Universidad de Siracusa en Nueva York,
donde publica sus primeras obras en un acto publicadas en la revista estudiantil Dilemma. Prosigue con una maestría de Economía Internacional en la Universidad de Columbia y un doctorado
en Desarrollo Económico en la Universidad de Manchester
en Inglaterra.
Se dedica a la diplomacia y luego trabaja como funcionario de
hacienda.
Es
Romeo Costea, otro batallador de la escena venezolana ya fallecido,
quien le da el primer impulso importante a su dramaturgia, escogiendo la
obra Mónica y el Florentino (1959) para ser
mostrada en el I Festival de Teatro Venezolano. La pieza fue
escenificada en el modesto escenario de Instituto Venezolano Francés, marcando el comienzo de una de las más brillantes y fructíferas
trayectorias de la dramaturgia venezolana. Juana Sujo, la gran figura
actoral del momento, montaría El quinto infierno (1961),
su segunda obra representada, enrumbándolo para siempre por el
camino teatral. Luego vendrían piezas como Animales feroces,
Amoroso o una mínima incandescencia, Asia y el Lejano Oriente, una
versión para ópera de Doña Bárbara (con música de
Caroline Lloyd), Tric−Trac, O.K., La revolución, Alfabeto para
Analfabetos, La máxima felicidad, entre otras posteriores,
que suman en total una veintena, lo que le valió el Premio Nacional
de Teatro en 1979.
Políticamente
conservador, pero consciente de que la sociedad
constriñe la libertad del ser humano y su búsqueda
incesante de la felicidad, indagó como pocos en la intimidad
existencial; su obra, de motivación autobiográfica, es una
permanente reflexión introspectiva que profundiza en las taras
impuestas por la falsa moralidad y la lucha por sobreponerse a los
miedos del vivir. No es de dudar que, siendo de confesión
judía, proveniente de una familia sefardita conservadora e hijo
de un padre fundador de dos sinagogas, educado en colegios
laicos, católicos y protestantes, así como confesadamente
homosexual (“zurdo, que hace falta ser para saberlo”, le diría a
la investigadora Carmen Márquez Montes), vivió fuertes
contradicciones espirituales. Las resolvió sin traumas y con
inteligente elegancia, legando una obra que nos enfrenta a nuestras
debilidades y temores y, por ende, a la posibilidad de enfrentarlas y superarlas a
fuerza de voluntad y constancia.
A
él le debemos, el mejor retrato escénico que he podido ver del
Libertador. Me refiero a la obra Simón, estrenada en marzo de
1983. En esta pieza se alejó deliberadamente de la
acartonada visión con la que se suelen
representar los personajes históricos, buscando mostrar al Libertador en su justa dimensión
humana. Un Bolívar encerrado en sí mismo y abatido por la muerte de su esposa es animado por
Rodríguez a salir a la vida y “tomar su pedazo de mundo.” Con
esa brillante simpleza, resumió el dramaturgo el mandato de conciencia que llevó al héroe a forjar cinco naciones.
Escribo
esto y no hallo como terminar. Me cuestiono: no he referido su
ejemplar gestión cuando fue director fundador de la Compañía
Nacional de Teatro; tampoco la creación de El Nuevo Grupo, junto a
su amigo de infancia Román Chalbaud y José Ignacio Cabrujas. ¿Cómo
obviar las novelas y ensayos? En este momento recuerdo sus
regaños, cuando hace más de dos décadas, con severo optimismo y
hablándome de la economía de las palabras en las clases de
expresión escrita en la Escuela de Artes de la UCV, me exigía
imposibles cuartillas dadas mis limitadas capacidades de redacción. "Es que no me quedan bien, por más que las piense", me disculpaba yo. Y él respondía, "Corrige y corrige, que te quedarán mejor. Escribir es corregir", me decía él. Los resultados no han sido mejores, pero aún le sigo el consejo.
En memoria de aquellas
lecciones, no se me ocurre nada mejor que culminar con una
sentencia suya, que bien expresa el esfuerzo al que se dedicó con
pasión: “En épocas como la nuestra, cuando la confusión
y el dolor producidos por plagas misteriosas alejan cada vez más
todo momento de contento, en el teatro necesitamos palabras que
expongan, analicen, sugieran, impliquen y, si es posible, hagan más
llevaderas nuestras vidas."
(1) En su recuerdo se refiere es la Escuela Experimental Venezuela y no a la escuela América, según refiere en un relato más detallado Román Chalbaud que también menciona a Chocrón y Vicente Nebreda como alumnos de esta institución .
Reaparece Oscar el maestro incansable Gracias.
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ResponderEliminarExcelente Maestro su escenario al día es de consulta fundamental para los bisoños teatristas que necesitan referentes. A Is alumnnos les remito su pertinentes escritos. Saludos cordiales Maestro, Oscar Acosta
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